viernes, 30 de julio de 2010

Prefacio.

En mi vida moraba la oscuridad, la soledad y la angustia. Había tenido muchas experiencias cercanas a la muerte, y de alguna manera provocadas por mis eventuales experiencias masoquistas.

Aquella noche, me encontraba en un bosque encerrado de árboles, lo único que pude divisar fue una pequeña luz, quizá de un aspecto un poco fantasmal, la cual se aproximaba a una velocidad terrorifica. Sentía mi piel erizarse de tal forma que sentí miedo por primera vez de mi vida, de lo que pasaría conmigo, de que si saldría viva de aquel bosque tan lúgubre y húmedo.

Aquella luz tan fantasmal me hizo recordar por todos los caminos que había recorrido en mi vida, principalmente mi enfermedad. Yo le llamaba
"mi destructor".

Mi destructor era mi flagelo ardiente, una rosa venenosa que hipnotiza mis sentidos con su perfume, el perfume de la muerte, incita a recorrerlo, a acariciarlo, a amarlo. Me seduce lentamente, me envuelve con sus raíces, con sus suaves manos de seda, me brinda su mirada con promesas que brotan de sus suaves y rojizos labios, promesas que inspiran el más dulce feliz de la existencia, promesas que me agitan, palabras que acrecientan mis ganas de vivir, invitaciones indefensas, propuestas que me llevan al exilio de sus pies, que quiebran mi voluntad y me hace olvidar. Me hace aceptar un pasaje en primera clase a un abismo sin principios, pero con demasiados finales.

Aquella luz me seguía, me alcanzó. Sentí la muerte apoderarse de mí.

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